Las paredes hablan
Cuento de Tulio Febres Cordero

Un día, hace de esto algunos años, tuvimos ocasión de pasar un rato en una casa de campo, distante pocas leguas de Mérida. El mayordomo nos brindó franca hospitalidad y puso a nuestra disposición la casa, que por aquel tiempo estaba deshabitada.


Distraídamente fijé mi atención en un letrero escrito con lápiz sobre la amarillenta pared. Estaban allí a un lado de la ventanilla, dos corazones toscamente dibujados y al pie de ellos esta leyenda, en caracteres que a primera vista revelaban haber sido hechos con especial cuidado:  3 de Enero.—D. y P.

Allá, detrás de una hoja de la puerta, muy arriba, como para que ningún curioso diese con él, divisé otro letrero... Era la misma fecha, 3 de Enero, pero al pie decía con todas sus letras Domingo y Paula. En el corredor hallé este rengloncito escrito al parecer con mucha precipitación:  Se llevaron a Domingo, 14 de Agosto. Estaba copiándolo cuando llegaron el mayordomo y mi compañero.

—Hágame el favor, amigo,—dije al primero —de informarme ¿para dónde se llevaron a Domingo?

—Yo no sé nada de eso. Cuando vine, hace tres años, a encargarme de la hacienda, hallé la casa tal como usted la ve ahora.

—Dígame entonces ¿dónde habrá por ahí más letreros como este?

—Si mal no recuerdo, hay unos cuantos en el cuarto de la herramienta —el mayordomo cogió al paso una llave que estaba colgada de un clavo, y después de prolongar mi ansiedad, batallando un rato con la cerradura, abrió de un golpe las hojas de la puerta. ¡Cuántos letreros había allí! La última partida de una de aquellas listas decía claramente: Misas por el alma de Domingo, 4 pm.

—Eso debe de ser muy viejo —dijo el mayordomo— y el único que puede aquí saber algo es el taita Matías, que es el peón más viejo de la hacienda.

El taita Matías, por quien yo averigüé en el acto, era efectivamente un anciano y se hallaba a la sazón desyerbando una acequia a inmediaciones de la casa. Le dije lo que quería de él, y mirando entonces el viejo hacia un gigantesco maitín que daba sombra a la corriente por aquella parte, me dijo éstas o semejantes palabras:

—Allí, junto al tronco de ese árbol, solían sentarse los dos. Eran huérfanos, hijos del campo y criados con mucha estimación en esta hacienda. Estuvieron en la ciudad algún tiempo, y allí aprendieron a leer y escribir. Todos los queríamos mucho, porque eran buenos y trabajadores. ¡Pobres muchachos! Un día cogieron a Domingo en el propio patio de la casa y se lo llevaron para la guerra. La pobre Paula, cansada de esperar todas las tardes subida en el maitín la vuelta de Domingo, con quien estaba para casarse, comprendió que la engañaban con falsas noticias, mucho más cuando se supo que las tropas habían salido de Mérida en busca del enemigo. Entonces no pudo contenerse y abandonó la hacienda: se fue al lugar de la guerra, pero la infeliz llegó tarde. Doblado sobre una trinchera encontró el cuerpo de Domingo, acribillado por las balas. Dicen que dio gritos espantosos y que huyó por los campos, sin que nunca se haya sabido de su paradero...”


Éstas son las víctimas ignoradas de la guerra civil... En vista de esta historia, el lector quedará tan convencido como yo de que las paredes hablan.

(De su COLECCIÓN DE CUENTOS, Caracas, 1930)